Thursday, July 05, 2012

La insignificancia como destino

Empiezo este texto con una serie de merecidas admisiones. ¿La primera? Que soy un ignorante del proceso electoral mexicano. Un completo neófito. No sé quiénes son los (¿cuatro? ¿cinco?) candidatos a la Máxima Silla, desconozco cuáles han sido sus declaraciones. No sé nada de los pormenores de sus posiciones políticas y tampoco sé cuáles han sido sus promesas de campaña hasta el momento. La segunda admisión es: me vale madre no saber nada. Por ende, no pienso enmascarar mi ignorancia yendo, en este preciso instante, a empaparme las neuronas de algún artículo de Wikipedia o a leerme las columnas de algún chaficomentarista: la última vez que revisé, a la mayoría de los periódicos mexicanos se les da mejor uso cuando se les utiliza para recolectar orines de perros rebeldes que cuando el lector intenta servirse de ellos para aprender. No. Lo que intentaré --contrario a lo que exige todo principio científico-- será preservar mi ignorancia como si de una preciado estado de pureza se tratase. Como si estuviera en posesión de un delicado espécimen atrapado en ámbar cuya sangre encierra las claves para entender la evolución de toda una especie, haré mi mejor intento por no salpicar mi ignorancia con la sucia agua de los caudales de desinformación que fluyen por todos los canales mediáticos habidos y por haber, y de los cuales me he mantenido fortuitamente alejado a raíz de un viaje al extranjero. Así que, a la usanza de una delicada doncella que entrega su inocencia en la noche de bodas, me desarroparé de mis conocimientos y ofrendaré mi ignorancia desnuda a ustedes, queridos lectores, para que disfruten hoy --con el probable salvajismo y la tenebrosa sicalipsis que caracteriza a la gente de internet-- de la dulzura de mi inexperiencia. Y frente a mis admisiones, los justificables reclamos: hipocresía, doble moral, conformismo. Pues sí. Como parte de los ejercicios de este blog, he arremetido contra la ignorancia de los comentaristas de televisión, pero también de los ciudadanos. He criticado con fiereza y calificado de plaga la opinología rampante. He maldecido la ignorancia y a los ignorantes y he cuestionado a aquellos que deciden, mandan y opinan sin ser ellos expertos en el tema. Al igual que existe un exceso de personajes sobrecalificados que ejercen sus doctorados en historia las aulas de escuelas primarias, hay un superávit paralelo de idiotas sin educación con voces demasiado altas que vociferan su ignorancia en todas partes y cuyas desagradables palabras se han vuelto parte de la cacofonía diaria que, cual estribillo de canción pop que nos grita al oído desde la bocina de un microbús, hemos terminado si no por aceptar al menos sí por tolerar en nuestro afán por ser miembros funcionales de la sociedad sin perder del todo la cordura. Sé perfectamente que en algunos momentos he abocado a que se le niegue el derecho a voto a quienes no pasen algún examen de conocimientos generales --una utópica vuelta al despotismo ilustrado, el más deseable de los regímenes y contrario absoluto del que impera actualmente, la democracia de pendejos-- y que eso contradice lo que profeso en estos momentos que es: admitir que soy un pendejo y exigir que se me escuche. Nada menos. Tengo algunas certezas, sin embargo. Por ejemplo: la certeza de que no necesito sumergirme de lleno en las campañas electorales para saber que todos los candidatos son iguales que hace seis años, que hace doce. O la certeza de que no necesito pararme en la Glorieta de Insurgentes para estar seguro de que las calles de la Ciudad de México están atiborradas de agresiva publicidad/basura electoral. También tengo la certeza de que no necesito ser auditor del IFE (¿el IFE tiene auditores?) para saber que se gasta demasiado dinero en embarrarnos los ojos con mierda, en gritarnos obscenidades a los oídos. Las certezas de mi sentido común también me garantiza que ni Vázquez Mota ni Peña Nieto han sabido dar un sólo argumento de por qué merecen ser presidentes, que AMLO sigue bajándole de tono a su discurso (recuerda AMLO: te perdonan tu berrinche de hace seis años, pero sólo porque esta vez no ganas ni a putazos. Pero no te importa: no estás haciendo campaña para 2012, sino para 2018). Me insinúan que, en una de ésas, Peña Nieto está cayendo en las encuestas (los mexicanos son pendejos, pero no tanto: con una popularidad del 59% atribuible únicamente a que se engrasa el pelo como John Travolta en Vaselina, y sin sustancia política alguna, es imposible que el tipo reciba votos en lugares que no sean los palenques y las rancherías del Edomex, donde regalarle una bici a un viejito basta para aumentar tu popularidad en 2 puntos-- Peña Nieto no podía ir sino para abajo. El único que no estaba al tanto de eso era él mismo.) Estoy seguro de que nadie ha dicho de qué manera piensa cambiar México. Que ninguno de los dos punteros ha dicho qué va a hacer diferente. Que ninguno ha presentado propuestas puntuales que establezcan con detalle el cómo exactamente piensa sacar a México de la trampa de lodo en la que lleva dos décadas atascado. Estoy seguro que todos hablan como si no importara que sigamos siendo corruptos, ignorantes, pobres, violentos y pendejos. Que todos hablan como si no importara que siga habiendo hambrunas en un país que, con un mínimo de esfuerzo, las podría haber erradicado desde hace treinta años. Que todos hablan como si no importara que los números nos muestren constantemente entre los los países que no avanzan. Estoy seguro que todos hablan como si no importara que los únicos cambios del sexenio hayan sido para mal. Quizá lo más relevante de este proceso electoral es su insignificancia. El hecho que incluso un ignorante como yo pueda saber desde ahora que, gane quien gane, las cosas van a seguir más o menos igual. Que el ejército y la Policía Federal van a seguir en las calles, que la economía va a seguir arrastrándose a paso de babosa para, luego de unos años, sufrir una crisis y perder el terreno ganado, que los mexicanos van a seguir leyendo tres libros al año, que seguiremos descubriendo narcofosas en Tamaulipas, que día a día, México irá afianzando su posición como país retrasado que en veinte años será superado, no digamos por Brasil, sino ya también por Colombia y Perú. Que la inmovilidad política será la norma. No tengo que volver a México para saber que los panistas celebrarán el momento en que los salarios en México sean más bajos que en China; que los priístas celebrarán la vuelta del nepotismo y la suciedad. No tengo que estar ahí para saber que, a todos los que no seamos influyentes, hijos de influyentes, sobrinos de influyentes, nos seguirán subastando como si fuéramos la porcelana vieja de una abuela muerta. Hace treinta años nos dejó atrás España. Hace veinte nos empezaron a dejar atrás Singapur, Corea. Ahora lo empiezan a hacer Brasil, Chile, Turquía. Al rato estaremos igual que Perú. Y luego probablemente seremos rebasados por ellos también. Porque no sólo no avanzamos, sino que perdemos terreno frente al resto del mundo. Porque el mundo sigue. Otros países dejan de ser corruptos. Dejan de ser pobres. Dejan de ser pendejos. Dejan de solapar criminales. Nosotros, en cambio, somos los que nos mantenemos iguales. Los que rehusamos a hacer algo. Los de las autoridades que, enfrentadas con una acusación, lo primero que hacen es defenderse, justificarse, y lo último que hacen es reparar, arreglar, hacer caso. Somos los que nos estancamos a enverdecer como agua sucia en un florero, a esponjarnos lentamente como mojones olvidados en el fondo de la taza del excusado. Y aunque no sea más que una farsa, el problema es que, a fin de cuentas, un presidente siempre acaba marcando un rumbo, un destino. Las elecciones del 2012 son aburridas porque son predecibles y porque no ponen en juego nada. La sentencia pesimista por excelencia ("gane quien gana, todo seguirá igual") es, en este caso, profecía y redundancia. Por eso insisto que, este tres de julio (¿o es el dos? ¿el cuatro? Ya ni sé.), más que eligiendo, estaremos confirmando. ¿Qué? Pues nada: sólo aquello que en las últimas dos décadas han sido nuestros lineamientos nacionales: la estupidez como credo, la estulticia como filosofía de gobierno, la apatía como praxis. Es decir, en su conjunto: la insignificancia como destino nacional. -- Como muchos habrán inferido, he decidido mudarme a una ciudad lejana llena de mezquitas y azules canales. Aquí he dedicado los últimos meses a cumplir mi sueño: convertirme en Sultán y, por tanto, tener derecho a mi propio harem. Actualmente me encuentro comparando rentas y demás. Sin embargo, algo sí les confieso: contrario a lo que me aseguró un rocker marijuano con dientes color cadena de bici oxidada y pelos morados que se juntó con la crema y nata del rock and roll estambulita en los setenta, parece difícil que el dinero que gastaba en alquilar un garage en la Roma--hacía frío en las noches pero lograba robarme el wi-fi de un Starbucks y, al vivir en la colonia BoBo por excelencia del De Efe, preservar cierto status de jipster necesario para juntar más seguidores en Twitter-- me alcance para algún palacio otomano a las orillas del Bósforo, pero existe la posibilidad de que me den alguna prebenda a cambio de que escriba panegíricos alabando a un tal Erdogan en los periódicos mexicanos de provincia. El tema lo sigo negociando con un hombre de bigotito y abrigo negro que me cita cada vez en un kahve distinto de Aksaray. Nunca me ha dicho su nombre, pero le gusta la narguile de manzana, el te con turrón y medio de azúcar, y hacerse pendejo a la hora de pagar la cuenta. (Por cierto, me acabo de acordar que no me ha pagado las veinte liras turcas que le gané jugando al backgamon le semana pasada, qué bueno que escribí esto). Los mantengo al tanto.

Tuesday, March 13, 2012

¿Hay vida en La Decomposición Latente?

Un, dos, tres....probando....un, dos, tres.

Thursday, September 16, 2010

Bicentenario

Ya lo sé. No tienen que decírmelo siquiera. Me los imagino perfecto en estos instantes, tirados en la sala de su casa o la de su amigo, media botella de tequila en el estómago que pronto se convertirá en medio litro de guácara en la tasa del excusado. Ni tienen que decírmelo: se pusieron hasta la madre, festejaron el bicentenario con globos, fanfarrias, campanas, cohetes, confetti y mariachis porque son bien mexicanos. Pero ahórrense sus historias de cómo se desgastaron las cuerdas vocales, de cómo se desinflaron los pulmones a gritos. No quiero escuchar acerca de su conmoción emocional al saber que los Tres Próceres de la Patria estarían en los balcones del Palacio Nacional para gritar: ¡Viva México!

Ya lo sé. Ni me digan. Hoy más que nunca se sienten tan emocionados por sus patrias que hasta tienen ganas de llorar. Porque han pasado 200 años de libertad, soberanía y autogestión. Han pasado 200 años desde que México se convirtió en un país independiente, y desde ese entonces, a pesar de nuestros millones de problemas (108 millones, según el Inegi), hemos logrado construir un país fuerte, aguerrido, grande, bello, lleno de gente, colores, políticos y pueblos cálidos y mágicos y sorprendentes.


Así que celebren su patria. Mientras tanto, yo me quedaré acostado en mi cama, sobrio y confundido. Me quedaré preguntando: ¿Qué diablos celebramos? No creo que esté mal celebrar. Digo, el país está tan mal que la idea de morirse e ir al infierno suena como un avance. Como me dijo una vez un cuate: que estés en el hospital no significa que no tengas derecho a festejar tu cumpleaños.


A 200 años de la independencia, la vacuidad de las celebraciones pone en evidencia el hecho de que no sabemos ni qué diablos es México. Sabemos que es un país con territorio, población y (mal) gobierno. Pero más que eso, no lo tenemos claro.


¿Qué diablos somos? A 200 años, ¿qué chingados es México? ¿De verdad nos seguimos tragando la misma perorata de que da lo mismo ser indio lacandón que ser Carlos Slim? ¿Que da lo mismo ser un narco en Tijuana que un hipster en La Condesa? ¿Que da lo mismo hablar raramuri que hablar tzeltal que hablar español con acento de Tepito?

Los gobiernos de derecha tienen mala imaginación. A falta de un entendimiento de la realidad del país, a falta de originalidad e inteligencia, el gobierno lo único que pudo hacer (al igual que todos los gobiernos de derecha) fue convertir todo en una fiesta de banderas y luces artificiales. Convertir 200 años de vida independiente en un espectáculo audiovisual y pirotécnico. Reducir la complejidad de un país a un montón de analfabetas borrachos vomitando por las calles de mi ciudad, meando en los edificios y haciendo caca atrás de los botes de basura. A falta de cualquier noción de lo que significa respetar y querer a un país, el gobierno considera que gastar en unos festejos es la única forma de demostrar su lealtad patriota. El problema es que dicha lealtad no existe. No porque blandiste un palo con un trapo tricolor significa que amas a México. Es siempre lo mismo: respetar el símbolo por encima del país y sus habitantes. Por eso, en lugar de aprovechar la oportunidad para celebrar lo que somos, reducimos nuestra hsitoria a un espectáculo tipo Disneylandia en el que unos charros flamígeros y unos aztecas fosforescentes bailan una coreografía techno. Todo hecho con mal gusto, todo hecho con cargo al erario público.

Insisto: no les diré que esto no merece una celebración. A fin y al cabo, son 200 años. Las conmemoraciones son también una forma de memoria histórica. Lo que me preocupa es la vacuidad de la celebración, la ausencia de un verdadero entendimiento de lo que es México. No nos hemos dado cuenta de que este país corre una terrible crisis existencial. ¿Qué demonios significa ser mexicano en una época global, de internet, mundializada? Una época en la que las tradiciones están cayendo en desuso y en la que la homogeneidad del capitalismo gringo amenaza con convertir el país en poco más que una sucursal de los negocios de algunos hombres Forbes.

A falta de un cuestionamiento profundo, lo único que le queda a este país es a disfrutar las luces artificiales. Y eso justo eso lo que debería de preocuparnos: el tamaño de la celebración es proporcional al de nuestra confusión.


--

Escribí esta entrada el día 16 de septiembre por la mañana, pero luego tuve una orgía con dos suecas y una finlandesa y una keniana, así que me olvidé de postearla hasta ahora. Disculpen.

Tuesday, February 16, 2010

Malentendidos

¿Por qué a la primera muestra de descontento van todos a dejarme ofrendas a mi hipotética tumba? Si no he escrito es porque no he tenido nada que decir, no porque crea que mi labor en este mundo ciberespacial haya terminado o porque crea que el PAN haya solucionado todos mis problemas y ahora no me quede nada salvo descansar.
Por el contrario, los gargajos que se fermentan en mis pulmones los siento cada vez más pesados, cada vez más amarillos y purulentos. Aunque los escupa con la impotencia y el cansancio de quien ha fracasado tanto que el fracaso se ha convertido en su único sentido alcanzable, manchar las banquetas de la civilización con mis inmundicias sigue siendo para mí una responsabilidad.

Así que anden con cuidado, no vaya a ser que se embarren los zapatos.

Saturday, January 30, 2010

Problemas

Este blog está oficialmente en recesión. Lo que pensé sería un catarrito terminó por ser gripa porcina o pulmonía o no sé qué. Y es que francamente, estoy cansado. Tengo un problema, y el problema es que no sé en què consiste este problema. Mi problema no es la escritura: podría fácilmente hilar una serie de comentarios, conectar unas ideas, inventarme unos insultos y escupir con mis palabras la cara de los comemierdas de siempre. Pero por alguna razón que desconozco, no quiero o no puedo o no le veo la importancia. A fin de cuentas, cada vez le veo menos sentido a esto. No lo hago por la popularidad, ni por el dinero, ni por el hecho de expresarme. No me interesa ser leído, los comentarios ni los reviso (dirán: es pobre y se da el lujo de despreciar, y tienen razón). Este blog lo empecé a escribir creyendo que algo podría cambiar, que algo podría influir. Lo empecé porque me pareció que un blog era un buen lugar para transmitirle a las personas mis ideas. Ahora me parece que se trató de una empresa arrogante a más no poder. ¿A qué clase de imbécil se le ocurre que sus ideas son más relevantes que las de los otros? ¿A què clase de cretino le pasa por la cabeza que tiene algo que enseñar? Que su visión de las cosas amerita serle transmitida a los demás.
Yo lo ùnico que veo es que el mundo avanza por un proceso irrefrenable de embrutecimiento. Esto ocurre a nivel global, a nivel nacional, a nivel personal. Los presidentes se van volviendo más idiotas mientras que las personas se van volviendo pendejas, se van volviendo màs conformistas y la historia es cada vez màs aburrida. Todos y cada uno de nosotros tenemos sembradas en nuestros interiores las semillas de la idiotez. Y es la flor de la idiotez la más común y populosa de las que brotan de los espíritus simples. La flor de la idiotez tapiza el mundo y los campos; su pólen vuela por los aires y se transmite y toca los pistilos de otras flores idiotas para formar más y más idiotez. La idiotez es el estado anhelado por nuestra sociedad y se cristaliza en el consumo, en el entretenimiento vacío, en las relaciones de pareja mundanas y en el aburrimiento masivo. La idiotez es el trabajo por el trabajo mismo. La idiotez es mantener un mundo por el simple hecho de que mantenerlo así nos permite comer. La idiotez es el más perfecto de los estados humanos y florece en el momento en el que uno va aceptando que el mundo tal vez no esté tan mal. ¿Y por qué alguien podría creer semejante cosa? Tal vez la respuesta sea más mezquina que romántica: por el hecho de que el sistema que alguna vez lo rechazó, que alguna vez lo trató de freak, que alguna vez lo despreció y lo humilló, ha, después de mucha bilis y después de mucho gritar y blasfemar, empezado a concederle a uno la razón. Y aun así, uno no siente que esto mejore.
Y he ahí el mayor de los problemas.

Tuesday, December 01, 2009

contra lo gourmet

Desconfío de manera innata de cualquier intento de los mercadólogos por venderme objetos. Es la única manera en que se puede navegar ese laberinto de confusión y bombardeos mediáticos que insisten todo el tiempo en que debo comprar para ser feliz. Contraciendo a priori.

Ya desde hace unos cuantos años que los cretinos de siempre empezaron a etiquetar sus mierdosos productos con el adjetivo gourmet (trad. esp. mex.: gurmé). Que si tomates gourmet, que si mermeladas gourmet, que si Big Cola gourmet, que si condones gourmet (los que van lubricados con espermaticida sabor trufa francesa). Incluso hay unos caras duras que te venden agua gourmet. Quesque porque la bajan de un glaciar en Noruega. Hijos de puta.

La palabra gourmet es básicamente un adjetivo que se usa para describir a toda una serie de productos por los que los mercadólogos han decidido que debemos pagar más que de costumbre. Algunos de estos productillos gurmé son exquisiteces como bogavantes de Alaska en conserva de hierbas himalayas y cosas por el estilo; otros son en verdad artículos mucho más sencillos como mostazas preparadas artesanalmente y chocolates hechos con cacao y no con pasta sabor chocolate#3.

Sin embargo, el adjetivo tiene un aura bastante arribista y pedante que, aplicado a mi persona, despierta un rechazo inmediato. O sea, a pesar de que disfruto de algunos de los productos que suelen conocerse como gurmé, no me siento a gusto aceptándolo.

Para empezar, cuando reviso las etiquetas de ciertos de los llamados productos gourmet me doy cuenta de que, en muchos casos, lo que se llama gourmet es lo que debería ser la norma. Si vas al supermercado, encontrarás que los jugos que sí son jugos, las mostazas que sí son mostazas, y los tomates que fueron regados con agua limpia y no con la mierda recolectada del desagüe de alguna capital de provincia, son los productos que vienen etiquetados como gourmets. En lugar de que prohiban las contrapartes por estar llenas de químicos y tóxicos y mierda, lo que hacen es abrir una nueva categoría de mercado. Al igual que con los productos orgánicos: nos cobran extra por no cagarse, mearse y echar veneno en nuestra comida.

Por otra parte, los productos gourmet son cosas que en otras culturas se consideran normales. Si le dijeras a un indú que en México el chutney es comida sofisticada, se cagaría de risa. La leche de soya en el oriente es más barata que la de vaca, pero acá vale 32 el litro (por tanto, últimamente he estado experimentando con eso de comerme los corn fleis con agua). Y al revés: en cualquier otro país del mundo, el huitlacoche que cualquier ñero come en el puesto de quesadillas del mercado se consideraría una exquisitez, pero no por ello consideraríamos que un albañil que devora quecas de huitlacoche es candidato a reseñista de la Guía Michelin.

Para alguien que detesta los productos procesados (la mostaza que no es mostaza, sino colorante con remanentes de alguna semilla; el pan que no es pan, sino una esponja de migajón) lo gourmet se presenta como una opción más natural, a veces. Esto es por supuesto una de esas paradojas pendejas a las que estamos acostumbrados los que vivimos bajo la dictadura del marketing: resulta que ahora lo refinado consiste en comer cosas tecnológicamente menos refinadas.(Noten: el fracaso del cientificismo y la puesta en duda del monopolio de la verdad que profesa la ciencia se pueden argumentar a partir de algo tan sencillo como esto: en que resulta que el pasado sí era mejor pues, aunque la tecnología ha abaratados los productos, también los ha empeorado. Pero eso es tema de otro post.) Y no es mi culpa que la sociedad mexicana contemporánea haya descubierto el goce culinario en los Churrumais, la Coca-Cola, la Maruchan y los Bimbuñuelos. Finalmente no tengo la culpa de haber nacido en un país donde la línea de productos Lonchibón se considera una buena alternativa a una comida y no un crimen de lesa humanidad. Que la gente esté acostumbrada a engullir basura, que tenga una lógica tóxica de la alimentación, no me convierte en un ser gourmet, sino únicamente en una persona un poco más selectiva en cuanto a su alimentación. Como lo deberíamos ser todos.

Por esto no sugiero que todos deban empezar a gastar el triple en su comida. Pero de lo que sí estoy seguro es que comprar una coca, un lonchibón y unas donas bimbo (y unos chicles trident de menta en lugar de cepillarte el hocico, cerdo), te puede costar más en conjunto que prepararte en casa una buena ensalada o un sandiwch (últimamente me volví adicto a los de palmito con provolone y un toque de mostaza y chipotle) y llevártelo en un toper a la escuela y/o trabajo.

Por otra parte, este post no tiene propósito negar algo absolutamente innegable: que soy, en buena medida, un asqueroso sibarita. Pero es que , dado que no soy consecuente con mis ideas políticas, intento serlo al menos con mis placeres. Disfruto un buen jugo recién exprimido, un par de centeno con tofu ahumado, un chocolate que sí es chocolate, un buen té de menta que no venga en chafibolsita y de todo ese tipo de cosas como las disfruta cualquiera. Pero como vegetariano, mi gurmandismo (chequen el sustantivo hiperpedante, seguro lo aprendí navegando en Reforma.com o algo así) se ve limitado ante esa barrera que representa el hecho de que no como carne. O sea, los placeres esnobistas como lo son los caviares, cortes de carne, pescados de textura exquisita que sólo viven en el fondo del océano ártico, fua gras, jamones de cerdos que engullen bellotas, me tienen sin cuidado (y aunque comiera carne, otra cosa indiscutible es que mis ingresos son insuficientes para ese tipo de desplantes).

En fin. El tema de esta entrada se me ocurrió hace poco. No me acuerdo si estaba en el aeropuerto de Monterrey esperando a venir al DF, o viceversa, pero me encontré con un panfleto de Aeroméxico (o tal vez era de Mexicana, tampoco recuerdo) que promocionaba el servicio de enoteca en el aeropuerto. O sea, una sala para degustar vinos en medio de un puto aeropuerto. Para que bebas un cabernet y a los cinco minutos te quiten el cinturón para que lo pases por los rayos X.

Esto me condujo a otra reflexión: que la plaga de enotecas, productos gourmet y restaurantes de alta cocina mediocres demuestran otro malestar social más profundo. Se trata de un malestar que se me aparece cada que me enfrento a una campaña de publicidad de esas que dicen que debemos, en todas partes, procurar el supuesto “disfrute“ de la vida. Que intentan vendernos un producto siguiendo una lógica de consumo que procura la felicidad. ¡Bola de mentiras! ¿Por qué? Porque se necesita más que objetos de consumo para generar placer. Por ejemplo: ambiente, buena compañía, reposo mental, tranquilidad, disposición emocional. Una sala de un aeropuerto bullicioso lleno de laptops no nos brinda nada de eso. Tampoco nos lo brinda un restaurante de Polanco lleno de guaruras y gente que está checando el mail en sus Blackberrys. Claro: acudir a una enoteca en un aeropuerto le puede brindar la ilusión a un ejecutivo de que está aprovechando máximo de su tiempo, de que está aprovechando su status para gozar. Lo que menos tiene un hombre esclavizado es tiempo. Y cuando un hombre no tiene tiempo, no tiene amigos, y tiene dinero, estará más dispuestos a despilfarrar en algo que supuestamente le brindará placer (la idea palurda de que lo “exclusivo“ es placentero en sí mismo).

Sin embargo, me atrevo a decir que la comida cara no es placentera en sí misma. Es más, lo que te cobran en un restaurante mamón no es lo delicioso del platillo, sino la combinación de ingredientes finos y exóticos de maneras excepcionales (en el mejor de los casos, claro), así como servicio, decoración, prestigio, etc. Y será difícil que uno de esos chefcillos invente un platillo como esos ya existentes y que son producto de cientos de años de perfeccionamiento de generación en generación. O los que existen en la naturaleza: un tomate maduro, una manzana dulce y jugosa, unas cerezas recién cortadas del árbol, una toronja recién exprimida (cada vez que bebo un jugo de toronja, las naranjas me parecen más y más entes despreciables). Las recetas tradicionales mexicanas, muchas de ellas saludables, deliciosas y vegetarianas. Bla bla bla


Conclusión: El placer de la comida está al alcance de casi todos, y tal vez no sea mala idea que la gente se vuelva más exigente en lo que come. Tal vez sea la única forma de zafarse del paradigma tóxico mexicano. Por otra parte, debemos cuidarnos de participar de esa orgía de displacer y confusión que nos intentan vender los mercadólogos, y en la que lo más probable es que acabemos con los esfínteres dilatados y las carteras vacías. Y bueno: recordar que es posible comer los manjares más deliciosos de la tierra, peron que si no tienes disposición ni apetito, si no tienes alma porque te has dedicado a comportarte como tiburón o como monstruo, ten por seguro que tus alimentos te serán más insípidos que un puñado de cal.

Thursday, October 22, 2009

De populistas y cosas peores

Para mí no tiene mucho caso usar este espacio para reflexionar sobre el combo 16/30 recién aplicado para detrimento de todos nosotros. Ni siquiera en los periódicos derechosos han encontrado argumentos para defender que, en medio de la peor debacle económica de los últimos tiempos (una caída del 8% de la economía) se busque sodomizar el mercado interno y el poder adquisitivo de una economía donde los márgenes de ganancia son cada vez más migajeros y donde el empleo no sólo es precario, sino bastante pinche escaso.
Pienso: un ISR de 30% aplicado a una persona con ingresos mensuales de 15 mil pesos es algo así como más impuestos de los que se pagan en Alemania (país donde el gobierno sí promueve el gasto social y donde hay salud pública y demás). El hecho de que van a subir los impuestos y que nos dicen desde ahora que no se utilizará ese dinero para mejorar las cosas, sino para intentar mantenerlas como estaban antes de la crisis e inyectarle lana al gobierno, es un ejemplo perfecto de un modelo que llevará a un empobrecimiento social.




En fin, el Dip. Fernández Noroña (no confundir con las islas homónimas) se echó una locuaz andanada contra sus compañeros el día de hoy (ver el video de allá arriba). Sin embargo, más allá de las obviedades que dice, lo que me gustaría resaltar es el momento en el que la cámara enfoca en cierta diputada del PAN. Es justo después de que el Dip. reclama el hecho de que en México las grandes corporaciones (Cemex, Televisa, Femsa, Maseca) no pagan impuestos, o pagan unas bicocas (es más, hasta un pinchurriento blogger como el Decomposer paga más impuestos que Walmart, que el año pasado pagó como 700 varos). En el minuto 1.11 del video aparece una diputada panista (asumo que es panista pues está a dos trajes italianos de Vázquez Mota), alta, rubia, que le responde algo. ¿Alguien alcanza a leerle los labios? Sí, le responde que es un “populista“.
Cogerse al pueblo por el culo, todo lo demás es populismo. Es un argumento maniqueo y discursivamente idiota que se respalda en la idea de que hay que darle incentivos a los capitales privados o de lo contrario van a dejar de invertir, bla bla bla. Que cobrarle impuestos a las superempresas es mala idea. Que las empresas no deben pagar impuestos porque le hacen un “favor“ a la sociedad al ser productivas. Y que exigir que los ricos tributen es “populismo“.

Así funciona la mente de un diputado del PAN.

¿Pero apoco creen que si le cobran más impuestos a Wal-Mart, van a quebrar y dejar a miles de empleados en la calle (sin tomar en cuenta que el salario promedio del empleado de wal-mart es poco más de lo que me encuentro en monedas de diez centavos en la calle caminando de mi casa al metro)? ¿Que si le cobran más impuestos a los bancos, éstos van a olvidarse de un mercado de 60 millones de consumidores en potencia?
Pues no. No cobrarle impuestos a empresas así es quererle regalar el dinero a los ricos. Es una política cuyo único propósito es el de engordar a los ya de por sí gordos.

Pero mejor ya me callo. No sea que se me acuse de cardenista, getulista, peronista y populista.